Nuestras existencias, como la de todo pendejo, giraban alrededor de nosotros, sin que nada, mucho menos la miserable realidad, nos importase. «Para qué trabajar si no hay nada por lo que valga la pena trabajar» era nuestro principio de vida, en la que solo queríamos volvernos estrellas de rock… al menos durante una maldita noche.
Formamos la banda, el grupo, a comienzos del milenio, cuando perdíamos el tiempo en la casa de Amado, escuchando rock británico, bebiendo tereré, jugando a las cartas o los videojuegos, viendo animé y repitiendo anécdotas ficticias sobre nuestras vidas carentes de aventuras, imprescindibles en todo grupo de rock en ciernes de cualquier parte del mundo.
En esos días Amado y Alejandro financiaban las juergas nocturnas y las aficiones diurnas. Amado se adueñaba de una parte de la jubilación de su abuela. Ella lo consideraba su nieto favorito, razón por la que dejaba el dinero en el mismo cajón de sus ropas interiores. Alejandro, una vez a la semana, recogía con cuidado dos o tres dólares con el rostro de Franklin del pantalón o el saco de su papá (el señor tenía el hábito de dejar fajos en los bolsillos de sus prendas del día), más que suficiente para nuestros excesos.
Emmanuel sugirió formar el grupo durante una de esas tardes de tereré con abundante hielo y ventilador de techo al máximo. Lo dijo en joda y algo volado; sin embargo, todos sonreímos y lo tomamos en serio, incluso yo, que a lo mucho sabía ejecutar las notas básicas en la guitarra. Así, mientras sonreíamos como idiotas, formamos el cuarteto de Asunción, con Emmanuel en la batería, Amado en la voz y la segunda guitarra, Alejandro en la primera guitarra, y yo en el bajo, los coros y las letras. Como quería aclarar bien al inicio mi posición en la banda, recurrí a las palabras de Noel: “Me dejan escribir las canciones y nos volvemos superestrellas, o se quedan aquí el resto de sus miserables vidas”. Por suerte no me prestaron atención; entre los cuatro yo era el que menos condiciones musicales tenía…
La meta era volvernos famosos cuanto antes. Ensayábamos y componíamos todos los días, aunque no siempre contáramos con dinero para alquilar la sala de ensayos, adonde íbamos casi a diario, ya que hasta el momento solo teníamos dos guitarras acústicas, dos guitarras eléctricas y dos amplificadores. Ante esa carencia, Alejandro propuso que robáramos la caja de monedas de oro de su abuela. Lo dijo un tanto dubitativo. Nosotros, en cambio, tras un momento de silencio, nos entusiasmamos como nunca y nos ilusionamos como pendejos. ¡Era nuestro pasaporte a la fama! Calculamos: él ya había robado tres monedas, vendidas a un millón de guaraníes cada una, ¡y en la caja había más de doscientas! En nuestros ojos solo veíamos el símbolo del guaraní resplandeciente. Con el dinero de la venta compraríamos todo lo que necesitábamos e incluso financiaríamos el primer álbum, ¡nuestra ópera prima que revolucionaría el rock en este país de mierda! Ni esa noche ni en los días posteriores previmos las consecuencias. Solo pensamos en el robo e imaginamos a un público de miles y miles de seguidores coreando nuestras canciones en los estadios más emblemáticos del mundo.
En esa tarde memorable, en medio del éxtasis grupal por la fama inminente, nos dimos cuenta de la ausencia de algo infaltable: el nombre del grupo. ¿Cómo nos llamaríamos? Kornu2, pensé. Sonreí y lo escribí con letras grandes en el cancionero. No lo entendieron. Los tres estaban muy serios. Y justo cuando se les escapaba la risa, Alejandro gritó que yo estaba mal de la cabeza. Había olvidado su último noviazgo. Kornu2 no se trata simplemente de ese sentido, loco, sino de lo llamativo, de lo pegadizo, dije. ¿Y así se supone que vamos a hacer una onda de Korn y U2?, preguntó Amado. ¡No!, ni en la puta vida, nosotros haremos lo que salga de los cuatro; Kornu2 solo nos servirá para llamar la atención de la gente, ¿no les parece? Ante el silencio, continué: Luego, en los escenarios, seremos nosotros mismos, ¿ok? Sí, ok, está bueno, la verdad que está bueno, dijeron sonriendo y asintiendo. Por suerte, no hubo necesidad de más explicación y con el consentimiento de todos acordamos llamarnos Kornu2… para convertirnos en el centro de la burla de los demás amigos.
Los siguientes días continuamos hablando del robo, pero sin que nadie diera el paso al frente para guiar al grupo. Entonces, me vi en la obligación de asumir la no siempre valorada posición de líder de la banda e ideólogo del golpe. Mi experiencia en el tema de adueñarse de cosas ajenas se basaba en pequeños hurtos a supermercados y en una vasta lista de películas sobre asaltos (semi)perfectos. Internet, por supuesto, sirvió para hallar ejemplos. Sugerí llamar La noche de Kornu2 a la actividad que nos daría los recursos financieros y nos llevaría a la cúpula del rock mundial, pues ya contábamos con el talento, la voz, el rostro y el cerebro. Solo nos faltaba el resorte monetario. Amado y Emmanuel recomendaron La gran noche de Kornu2, primero, y Kornu2 y su noche de puta madre, después, pero tras intercambiar argumentos a favor y en contra de las tres propuestas decidimos ser humildes al menos en el nombre de la actividad lucrativa (preferíamos usar lucrativa a delictiva, como los personajes que solo se dedican a lucrar).
Así llegamos a la planificación. ¿Quién se encargaría de la ejecución? Alejandro. ¿Cómo? Primero, visitaría a su abuela un día antes y tomaría la llave de la puerta trasera. Segundo, saldría a la vereda para entregar la llave a Emmanuel, quien iría a la cerrajería para mandar a hacer una copia y devolvería la original en minutos. Tercero, nos reuniríamos en mi casa a las cinco de la tarde. Cuarto, Alejandro saldría de casa a las diez de la noche con una mochila e iría a la estación de servicios, camino a la casa de su abuela. Quinto, compraría algo e iría al baño trasero, donde se cambiaría de ropa y se pondría una peluca oscura. Sexto, caminaría rápido hasta la casa de la abuela. Séptimo, treparía la muralla y entraría por la puerta trasera. Octavo, ingresaría a hurtadillas en la habitación de la abuela (se acostaba a las nueve) y le cubriría la boca y la nariz con un pañuelo humedecido con cloroformo. Noveno, abriría el cajón inferior del placard, sacaría la caja de monedas de oro y la guardaría en la mochila. Décimo, saldría por el mismo camino. Undécimo, caminaría rápido y entraría de nuevo en el baño de la estación de servicios. Duodécimo, se vestiría como estaba minutos antes y se quitaría la peluca. Decimotercero, compraría un whisky de la estación. Decimocuarto, vendría a casa, donde estaríamos ensayando. Decimoquinto, nos buscarían a la medianoche para tocar en la fiesta de algunas amigas. Decimosexto, ¡fiesta de rockeros!
El tiempo estimado para la ida y vuelta, de acuerdo a la experimentación, era de cuarenta minutos.
Ah, casi olvidé mencionar que algunas amigas nos habían pedido que tocásemos en su farra de último año de colegio. En principio, no aceptamos porque se trataba de una actuación gratuita, pero luego, cuando vimos la necesidad de tener una coartada infalible, decidimos presentarnos. O sea, todo lo que haríamos durante la noche de Kornu2 parecería perfectamente normal: ensayar en casa, comprar un whisky, beber para desinhibirnos, y emocionar a las chicas, quizá también a los tipos, desde el escenario.
Cinco de la tarde. Emmanuel y Alejandro llegaron juntos, con la botella de cloroformo que un amigo farmacéutico nos había obsequiado. Estábamos nerviosos, pero seguíamos el plan. Llamamos a Amado. No atendía. No vendrá, dije. No importa, dijo Alejandro. Así todo parecerá más normal, si él se encuentra con su novia, claro, dije. Nos preguntamos qué tan fuerte sería el cloroformo. Sugerí probarlo. ¿Con quién? Votamos por Emmanuel. Él se cubrió la cara y se alejó de nosotros. Debemos probarlo en alguien, le dije: Alejandro ejecutará el robo y yo lo planifiqué, y con la ausencia de Amado, solo quedas tú, loco. Emmanuel se rio y salió al frente. Como no lo persuadimos, Alejandro propuso que lo probáramos con la gata de casa. De acuerdo. La llamamos. Vino. Logramos que entrase en mi dormitorio. Tratamos de agarrarla, pero con los rasguñazos y el correr de los minutos llegamos a la conclusión de que era una tarea imposible. De nuevo propusimos a Emmanuel que lo inhalase por el bien grupal. Segundos de duda… hasta que acercó el pañuelo húmedo a su rostro, mientras nosotros hacíamos el esfuerzo de mantenernos serios. Al final, olió el cloroformo. Nada pasó. Peor: Emmanuel dijo que le abría las vías nasales: Respiro mejor que nunca. ¡Qué! ¡Maldita sea! ¿Y cómo carajo haremos para conseguir cloroformo de verdad a estas horas?, grité. Imposible, dijo Emmanuel. El plan debe seguir, dije y miré a Alejandro: ¿Tu abuela duerme profundo? Bastante. Y si se despierta, ¿qué podrías hacer? Pegarle. ¿Solo para mantenerla inconsciente un rato?, pregunté dudando (conocía su desprecio contra la anciana; solo la visitaba para robarle algo). Sí, claro, le voy a pegar solo si se despierta. Bueno, no tenemos otra opción; continuaremos así. Volvimos a llamar a Amado. Por fin, contestó. Todavía no puedo ir. ¿Qué sucede? Sabés luego… Ok, ven más tarde. Dale. Llegó la hora. En la mochila negra, el pantalón negro, la remera negra, los guantes negros, la peluca negra y el pasamontañas negro. Miramos la calle. Nadie a la vista. Despedimos a Alejandro observando los relojes. Nos vemos en cuarenta minutos, le dije. Sí. Sigue el plan y todo estará bien. No te preocupes, yo me encargo, dijo sonriendo, mostrando sus dientes grandes y amarillentos de fumador contumaz, y emprendió la caminata.
Amado llegó. Ensayamos algunas canciones. No hablamos. Solo cantamos y miramos el reloj de pared. Faltaba un par de minutos para que Alejandro regresase. Estábamos ansiosos. No podíamos continuar tocando. Ni siquiera simular. Dejamos encendida la grabación de un ensayo y salimos a la calle. Ya debería llegar, dijo Emmanuel. Lo sé, dije. Miramos a lo lejos. Nadie. Llamar al celular era el último recurso. Mirábamos los relojes: sentíamos cada segundo que pasaba. Empezamos a desesperarnos. No sabíamos qué carajo hacer. Nos miramos a las caras y volvimos a echar un vistazo a la calle. Entramos en casa. ¿Qué mierda vamos a hacer si no viene?, preguntó Amado. Continuar con el plan, dije, debemos ir a tocar. Sí, cierto. Pasaron más de cincuenta minutos. En una hora van a venir a buscarnos. Sí, lo sé, respondí a Amado. Salgamos de nuevo. Miramos hacia el sur y, segundos después, nos volvimos hacia el norte, donde vimos a Alejandro venir a paso lento. Sonreímos como idiotas. ¡Lo hicimos, carajo! ¿En serio? ¡Sí, carajo! ¡La puta madre!
Ya cerca, vimos que estaba todo de negro y escuchamos ruidos de la mochila. Imaginé las monedas chocando entre sí. Entramos en la habitación. ¿Qué mierda sucedió?, le pregunté. Alejandro no hablaba. A ver la mochila, dijo Emmanuel. La abrió. Botellas de vino. ¿Y esto? ¿Y las monedas? Salió todo mal, confesó Alejandro. ¡Qué! ¿Cómo que salió todo mal? ¿Terminaremos en Takumbú?, preguntamos entrados en pánico. No… bueno, no sé. ¿Qué carajo pasó? No tuvimos en cuenta un detalle. ¿Un detalle? La vieja llaveó la puta puerta de su pieza. ¡Vieja de mierda! ¿Y qué más pasó? Intenté abrir… Hice mucho ruido y ella dijo ¿quién es? y como yo seguía callado gritó: ¡ladróóón, ladróóón!, sin parar. No sabía qué carajo hacer. Bajé a la cocina, agarré unos vinos y la llave del auto. ¿Qué? No me digas que… Sí, con el control abrí el portón, subí al auto y salí a toda puta. ¿Y dónde lo dejaste? No me digas que… Está a tres cuadras de acá. ¡Qué! ¿Cómo mierda se te ocurrió dejarlo en esta zona? Tranquilo, voy a llevarlo a otro lugar. Ok, pensemos, al fin y al cabo el objetivo se cumplió: es un auto lujoso, podemos venderlo a un desarmadero; ¿tu primo aún se dedica a eso?, pregunté a Emmanuel. Sí. Perfecto, mañana hablaremos con él; ahora lo primordial es llevar el auto a un lugar seguro. ¿Al baldío? Sí. Amado, acompaña a Alejandro y dejen el auto en el baldío. Quítenle las chapas y cúbranlo bien. Dale. Regresen rápido; en menos de media hora, vendrán a buscarnos. Ok.
El plan, a pesar de esos cambios, parecía firme. Con la venta del auto podríamos comprar los instrumentos. Y con suerte sobraría algo para el álbum. Emmanuel y yo preparamos la vestimenta grupal escuchando una grabación, mientras aguardábamos a Alejandro y Amado. Ambos eran capaces de esconder el auto sin complicaciones. Amado, serio, no permitiría que Alejandro volviera a meter la maldita pata. Nos tranquilizamos. Regresaron. Cada uno tomó una ducha y vistió las remeras exclusivas de Kornu2. Esperamos a la chica. Hablamos de las canciones del repertorio. El tema de apertura volvería a ser Rock ‘n’ Roll Star tras Fuckin’ in the Bushes.
La chica llegó. Subimos las cosas a la camioneta y fuimos a la farra. Hay mucha gente, dijo la conductora. Empezamos el ritual de las bebidas, generalmente, con whisky; en esta ocasión, con vinos. Hasta entonces no habíamos tocado sobrios en ningún concierto. Tampoco actuábamos ebrios. Bebíamos uno o dos vasos para afinar la garganta y engañar al miedo escénico. En los primeros recitales, Amado, Alejandro y yo hicimos lo mismo que Morrison en su primer concierto en la tele: dimos la espalda al público. Pero no durante todo el show. Eso llamaba muchísimo la atención, y cuando menos lo esperaban nos poníamos de frente a todos, tocando (disculpen de nuevo la falta de falsa modestia) como los mejores. Si alguien similar a Brian Epstein o Alan McGee nos hubiera visto, sin dudar hubiéramos formado la línea temporal The Beatles-Oasis-Kornu2. Nuestro respeto a los Beatles era igual al respeto de los Gallagher a los maestros: cerrábamos los conciertos con I Am the Walrus.
Terminamos de tocar. Público genial. Lo hicimos bien, a pesar del sonido regular. Vi a Emmanuel sobrepasarse con los tragos. Si aún no estaba borracho, en minutos lo estaría. Amado y Alejandro también abusaban del alcohol. Eso siempre pasaba cuando las chicas se nos aproximaban después de los conciertos. Yo estaba bifurcado: quería disfrutar de la juerga prometedora, pero no dejaba de pensar en el robo y el futuro, el desgraciado futuro.
Más tarde, rebosados de alcohol, salimos con dos chicas y fuimos al baldío. Subimos al auto e iniciamos un recorrido a alta velocidad en el microcentro asunceno. Alejandro conducía endemoniado, no respetaba ningún semáforo en rojo y puteaba contra su abuela. ¡Todo es culpa de esa vieja de mierda!, dijo, mientras Emmanuel preparaba las rayas con su cédula, en el retrovisor que había arrancado apenas subimos al auto. Las chicas jalaban. Alejandro y Emmanuel también. Amado y yo, los seriotes del grupo, nos negamos a acercar nuestras narices al polvo blanco, pero seguíamos bebiendo.
Cuando nos dimos cuenta de que el auto prácticamente ya no tenía combustible, decidimos dejar a las pasajeras en sus casas y tratar de llevarlo de nuevo al baldío. No lo logramos. ¿Y dónde vamos a dejarlo?, preguntó Amado. Cerca de acá hay una calle desierta que termina en el cementerio, dijo Emmanuel. Y… ¿por qué deberíamos abandonarlo ahí?, le pregunté. Nadie usa esa calle; nunca vi a nadie ahí; es un lugar seguro. Ah, bien, llevémoslo. Al bajar, con las primeras luces del amanecer, la resaca y el malestar general, limpiamos el auto por dentro y por fuera. Solo el retrovisor no regresó a su lugar. Es el souvenir de nuestra noche, dijo Emmanuel entre risas, mientras lo guardaba en su bolsillo.
Al terminar, recogimos nuestras cosas y caminamos hacia la casa de Alejandro, la más cercana al cementerio. Pasos lentos, más o menos en zigzag. Hablamos. No me gusta el auto. A mí tampoco. Es una mierda. Una mierda lujosa. Sí. El retrovisor es útil. Reímos. ¿Cuánto nos darían en el desarmadero? Poco. Planifiquemos de nuevo. ¿Otra vez las monedas de oro? ¡No!, eso sería estúpido. Cierto. ¿Entonces hicimos todo esto de balde? Más o menos, aunque nos sirve como anécdota. ¡La mejor de cualquier grupo! Y sí, claro, al menos eso. Dudo de que existan otros idiotas como nosotros. Reímos. Vimos un teléfono público. Yo tengo monedas… ¿lo hacemos? ¿Hacer qué? ¿Y qué te parece? No… ¿o sí? Sí, qué carajo, llamemos. ¿Seguros? Completamente. Seguíamos caminando, aunque más pausadamente. En serio, ¿ninguna duda? Ninguna, pero hacelo rápido, antes de que alguno se arrepienta. Ok, ok, dije, y nos reímos de nuevo.
En ese momento supe que no debíamos agregar nada más. Ya habíamos conseguido lo que en verdad necesitábamos para continuar nuestras vidas. Solo nos faltaba contar rápido y anónimamente al 911 que un auto sin chapa estaba abandonado detrás del cementerio.
–
Sebastián Ocampos (Paraguay). Escritor, editor, maestro y gestor cultural. Autor del libro de cuentos Espontaneidad, distinguido con una Mención de Honor en el Premio Academia Paraguaya de la Lengua Española 2015. Antólogo de Paraguay cuenta. Cinco siglos en cuarenta ficciones. Presidente de la Asociación Literaria Arandu (ALA) y coordinador general del Foro Internacional del Libro de Asunción 2018. Director fundador de Proyecto Y, editorial, club de lectura y taller de escritura. En 2017 fue seleccionado como uno de los veintitrés escritores jóvenes de América para el Proyecto Arraigo.